Elogio de la sombra
José Manuel Martínez Cano
Antonio Colinas
Por hablar en términos coloquiales, dada la exquisitez del contenido, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) ha obtenido hace unos días ‘el gordo’ de los premios poéticos por excelencia, esto es, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que conlleva no sólo el prestigio de tal reconocimiento, sino también 42.000 euros del ala que a un poeta nunca vienen mal. Es un galardón que se concede a toda una trayectoria, y viene a ser, algo así, como la antesala del Premio Cervantes. Antonio Colinas es un escritor, fundamentalmente lírico, de larga trayectoria y consumado culturalismo, muy cercano a la generación de los ‘novísimos’, aunque él anduvo su propio camino, personalísimo y resurgiendo de lo clásico cuando por aquí se practicaba el malditismo de salón y la tan socorrida poesía de la experiencia, entre otras tendencias trasnochadas e incoloras. Ya Premio Nacional de Literatura y de la Crítica, entre otros, Colinas rinde homenaje en toda su obra al clasicismo más sensual y latinista, y gravita tanto en Hölderlin como en Quasimodo, Leopardi, Rilke, Lampedusa… a los que traduce y estudia. Poeta ligado a Barcarola –en el último número publica un poema dedicado a su amada tierra la Toscana-, y amigo desde hace más de treinta años, he tenido la suerte de frecuentarle en las distancias cortas, en los debates poéticos del premio de nuestra revista y celebrar con él esos recuerdos, “Memorias del estanque”, que se hacen eco de una vida dedicada por entero, con honradez y rigor, a la literatura. Ya lo dijo María Zambrano: “Colinas ha sabido dar a su poesía su propio tiempo. Lúcidamente la lleva consigo. No se perderá.” Yo añadiría también que agranda nuestros límites.
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